El portazo se escuchó a tres cuadras a
la redonda, Lucildo, babeando, se quedó mirando a la puerta de donde provino el
estruendo, no alcanzaba a hilar la serie de causas que lo habían expulsado de
la velada en una noche de invierno del año inmediatamente posterior al que los
Estados Unidos decidieron invadir Irak. En medio de la banqueta, con 30 escasos
pesos, abandonado a su suerte por el sector femenino de su clase, buscó dentro
de su cartera la tarjeta telefónica ataviada con esculturas de Rodin.
Marcó alocadamente sin ni siquiera echarle
un vistazo al panel numérico 3-4-6-8-9-0-0-1… el teléfono marcado no existe favor de marcar otra vez, respondió
la sensual grabación telefónica------- introdujo la tarjeta por la ranura
cuidadosamente fue pisando cada tecla 8-3-7-9-4-2-3-4… sonó siete veces el
sonido de la llamada, cuando por poco cuelga, contestó la desmañanada voz de
Nancy: — Sí, quién habla— alcanzó a balbucir en medio de un sueño húmedo, el
cual había esperado durante toda la semana, ya que debido al somnífero diario
que tomaba, la mayoría de las veces el sueño quedaba inédito en el archivo sin
llave de su memoria.
—Cabrona, que soy yo, el Lucil, me ando
cagando de hambre y de frío, cómo ves si llego al seven y compro unos pacífico
y te cuento unas ondas que me traen sacado de onda—, casi lastimeramente solicitó
Lucildo, contando con la abnegada aceptación de su oferta.
Empezó a caer una fina lluvia que cubría
de rocío las carrocerías de los autocares aparcados a la izquierda y derecha de
la calle, alcanzó a escuchar un chirrido de llantas detrás de él cuando se
escuchaban los gritos que provenían de la camioneta donde se adivinaban 4
siluetas agitándose en una discusión indescifrable a la distancia. Lucildo, se
incorporó a la ruta que llevaba, cuando 5 segundos después escuchó: —Pinche
puta… a la chingada con tus mamadas—, mientras era aventada de la camioneta y
su cuerpo rodaba por la cuneta.
Tinha de
ser com voce…
Sobre la mesa estaba dispuesto un plato
hondo con cuatro huevos duros, una jarra de jugo de naranja del mercado
Estrella, varias rebanadas de pan tostado, una barra de mantequilla y un tarro
de mermelada de durazno. Lucildo detestaba ésa mermelada, prefería la
tradicional de fresa, por eso agarró una rebanada y la tragó junto a un trago
eterno de jugo.
—Juro por Dios que el olor del café
puede levantar muertos—, exclamó la desconocida quien a pesar de los golpes
recibidos, parecía como en casa, con esa tranquilidad de sentirse confortada,
abrigada de los peligros de la calle. Nancy la estudiaba detenidamente, sus
manos eran alargadas, uñas cortísimas, sin huella de pintura, ojos felinos
medio rasgados y pelo lacio que caía sobre sus hombros.
Lucil, encendió la radio donde la música
de Sting se dejó sentir como una ligera caricia del viento, así con ése
ambiente pudieron desayunar, cada uno abstraído en su plato, como si el único
territorio donde estuviera permitida cualquier acción, el huevo cocido era
cortado en finas rebanadas para luego ser puesto encima del pan {mordida, en
las comisuras de los labios se quedaban los grumos, la lengua se veía en su
función de pala con la comida que se iba hacia los conductos digestivos}.
—Bien, ahora cuéntanos de dónde eres—,
le preguntó Nancy a la desconocida, quien no ocultó un poco su sorpresa por ser
cuestionada tan intempestivamente. Tomó su taza de café y le dio un sorbo, un
ligero suspiro soltó haciendo que levemente el líquido en la taza ondulara como
algunos piensan que así ondulan las placas tectónicas en un sismo.
Del punto más austral de Zacatecas,
nadie sabía si colindaba con parte de Aguascalientes, parte de San Luis o un
milímetro de terreno tenía colindancia con Querétaro. A nadie le importaba, el
sur no desmañanaba a los pobladores de esa inhóspita tierra donde en los
últimos años apenas malparidos salían escupidos algunas pocas toneladas de
frijoles.