Para
el héroe del barrio, Zeferino Muzquiz
Hubo
incontables días donde salías del café casi a las once de la noche, con toda esa bola de papeles, libros, sueños e
historias, metidas en una mochila; el día consumido en la lectura reclamaba
acción, caminatas casi sonámbulas en medio de la noche de cualquier estación
del año.
No
salías con la apetencia de simplemente tomar el camión en la parada más a la
mano, pérdida de tiempo, sin ningún tipo de mérito, el ánimo atizado por el
café te impelía subir por la calle Guerrero para encontrarte con el camión que
te llevase a tu casa. En ocasiones caminaste el tramo de Juan Ignacio Ramón
hasta Arteaga con ligereza, en otras, observando las fachadas de las casas y edificios,
ibas reconociendo la ciudad, quizás amándola un poco más por conocerla a fondo.
Pasabas
por la placita de la basílica del Roble, a esas horas envuelta en las cobijas y
cartones de los vagabundos que la utilizan como dormitorio. La torre iluminada
del campanario como recuerdo grandilocuente de aquélla cúpula octagonal que se
vino abajo en 1905, de donde se hizo el milagro de que la virgen del Roble
saliese intacta.
Al
llegar a la calle Washington, la calle del libro era un tumulto de eloteros, quienes
iban a reportar la venta del día. Afuera de las librerías, dejaban, para quien
quisiera tomar, los libros que ya no tenían ningún valor para los propietarios.
Más
adelante te encontrabas con la cúpula estilo neogótico de la llamada Primera
Iglesia Bautista de Monterrey, la cual vista desde la contra esquina donde,
cuando se podía, comprabas unos hotdogs,
te remitía a los relatos en donde se explicaba cómo Benjamin Franklin descubrió
la electricidad o las muy frecuentadas experiencias paranormales de los cuentos
de Halloween.
La
avenida Guerrero hasta cierto punto es triste de noche, circunspecta cuando se
pone el sol, en el día es felizmente concurrida: mercado Juárez, panaderías,
ferreterías y dulcerías. Las noches son
del Tumbaíto, de la Gaviota, de las chicas que salen de noche para conseguir
clientela, de los chicos que van y vienen dejando encargos, de los policías que
hacen como que vigilan el buen orden, pero en realidad garantizan el desorden; de la cerveza que anima las sensaciones, las
bajas pasiones y las penas.
La
oscuridad de una calle, a pesar de la luz mercurial, animaba el sentimiento
paranoico. Ciudado con las personas que vienen en la misma acera, cuidando la
mirada propia, vigilando la ajena. Estado de alerta sin ningún sentido, sin
consecuencia. Monterrey, la calle/avenida Guerrero, era un lugar donde se podía
ir cantando bajo la lluvia, destilando alcohol por los poros, con la mirada
perdida, borracho de inocencia.
Más
de 30 cuadras de extensión tiene la Vicente Guerrero, ubicua, alberga centros
comerciales, prostíbulos, tiendas de ropa, talleres, farmacias, hoteles y
varias gasolineras. La economía formal e informal, conviven y se confunden, tal
cual sucede a nivel estatal y federal.
Ahora
te es difícil pensar en salir como antes y, emprender largas caminatas por la
calle que siempre te ha parecido la más representativa de Monterrey. La próxima
noche que salgas probablemente lo intentarás y el miedo que te ha venido
carcomiendo, abandonará ese sentido de agonía.
1 comentario:
Todos los días, cuando en el metro o cuando consumo los telediarios, me siento una cohorte de individuos envueltos en la inercia más inquietante, contradictoria. Por eso cada semana, veo un poco el campo que me devuelve al lobo estepario que habita en mí.
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